La soledad del corredor de fondo: un canto cinematográfico en pro de la libertad

#CineDeLaCalle

Correr se ha vuelto una actividad casi imposible de un mes a esta parte. Todos sabemos por qué, no hace falta decirlo, como tampoco hace falta decir que correr bajo el cielo abierto no es lo mismo que hacerlo deambulando por el pasillo de casa.

Correr para llegar a esa cita a la que vas con retraso, para alcanzar el autobús o para ir a trabajar. Correr es, en condiciones normales, una parte fundamental en nuestra vida diaria. Correr. “Es difícil de entender. Todo lo que sé es que tienes que correr”, como dice el protagonista de la película que nos ocupa, La soledad del corredor de fondo, un coming of age estrenado en 1962 a cargo de Tony Richardson. Un clásico del cine británico, europeo y universal que se gana el título por méritos propios.

La soledad del corredor de fondo cuenta la historia de Colin Smith, nativo de ese mundo que el Free Cinema inglés fue tan ducho en explorar: suburbios de ciudades industriales (en este caso Nottingham), working class que nada en residuos contaminantes y respira humos ponzoñosos, familias desestructuradas y jóvenes que desembocan en la delincuencia por culpa a partes iguales de la falta de perspectiva y la rebeldía “sin causa” propia de la edad. Colin es uno de esos jóvenes. Tras ser juzgado por el robo a una panadería, Colin será encerrado en un reformatorio donde sus dotes como corredor de fondo le valen la atención del director del centro, que piensa en él como la próxima estrella del cross interescolar.

El de Richardson es un film como de los que hay pocos, y lo es por numerosas razones. Su guion, firmado por Alan Sillitoe (autor a su vez del relato que sirve de germen para la película), es de una profundidad asombrosa y denota una pericia narrativa increíble, que se hace notar sobre todo con su estructura, alternando avance lineal con larguísimos flashbacks para crear el discurso. Un modelo hoy cientos de veces reproducido, pero realmente novedoso para la década de 1960.

Un guion que hace juegos de malabares con el drama, momentos en los que la comedia asoma la cabeza y otros en que la tragedia es casi insoportable. Un guion repleto de potentes diálogos que quedan grabados en la mente, que ayudan a dibujar el universo que presenta la película y con los que los creadores les prestan a los personajes su propia voz.

No todo el mérito de esto va para Tony Richardon y Alan Sillitoe, desde luego. Las interpretaciones son sobresalientes, en cuanto que vienen a definir los distintos roles de una sociedad tan polarizada como la que el realizador se empeña en retratar y, en algunos casos, a la que pretende sacarle los colores. Y es la de Tom Courtenay, en el papel de Colin Smith, la que resalta por encima del resto. No en vano, su actuación como esa especie de Jim Stark de los suburbios ingleses, un Angry Young Man de los de verdad, le valió un premio BAFTA al actor más prometedor en 1962.

Es evidente en la película la intención del director en mostrar la realidad del estrato más bajo de la sociedad inglesa, en esa tónica social que manejaba la vanguardia cinematográfica del país durante los años del Free Cinema, para el que la palabra libertad no era una categoría vacía, sino una realidad que toma las riendas tanto de forma como de contenido. El trabajo de Tony Richardson con la cámara al hombro viene a apuntalar esta idea en una época en que solo sus homólogos franceses (Nouvelle Vague y Rive Gauche) o John Cassavettes se habían atrevido a liberar por completo la cámara, dando forma a un recurso que más tarde calará en grandes cineastas estadounidenses como Samuel Fuller o John Frankenheimer y que llega a nuestros días.

El montaje es otro de los (muchos) aspectos en que brilla la cinta de Richardson, no solo por su capacidad de narrar con grandes saltos temporales mediante, sino por la frescura que denota a la hora de crear pequeños chistes visuales con un elemento tan sencillo como la velocidad de la película, así como por la importancia que toma a la hora de expresar el dilema de Colin y su decisión.

Por estos y por muchos más. La soledad del corredor de fondo es una película grandiosa. Pero sobre todo ello, lo es porque escarba en lo más hondo no solo de la juventud obrera de la Inglaterra de su época, sino del ser humano en general, y pone la lupa en esa dicotomía entre correr o pararse; entre huir o enfrentarse; entre mirar hacia atrás o hacerlo hacia delante. Es un canto cinematográfico en pro de la libertad, no solo física sino también de pensamiento, una invitación de 99 minutos a reflexionar acerca de cuándo correr y cuándo no, y por encima de todo, del porqué de hacerlo o no.

Ahora que correr se ha vuelto una actividad casi imposible, quizás venga bien pararse a ver La soledad del corredor de fondo y reflexionar acerca de todo lo que tiene que contar, aún hoy en día, una de las películas más atemporales de todos los tiempos.

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Autor del artículo: Saúl González #EFCTheVoice